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LA BIOLOGÍA NEGRA, de Cristian Cano

Hoy traemos la reseña de La biología negra, de Cristian Cano.

La biología negra

EN EL PRINCIPIO FUE EL CAOS

Y por el principio tenemos que empezar. No es intención didáctica, no se confunda. Solamente es un mapeo del terreno en el que nos vamos a mover, que puede ser desconcertante y cenagoso si nos fiamos sólo de las ideas genéricas.

Se tiene esta premisa romántica por verdadera: Lovecraft inventó el horror cósmico como subgénero literario y, por lo tanto, él y sólo él representa la expresión más acabada de este tipo de narrativa. Pero, para ser claros… no es cierto.

Antes de que me salten a la tráquea, déjenme matizar esta afirmación. La cosmogonía de Lovecraft es genial, única e irrepetible. Su concepto de fuerzas, digamos, supra cósmicas a las que les importamos nada y que tienen intereses que trascienden cualquier idea de amor o grandeza de la especie humana es colosal. En este punto estamos de acuerdo.

Pero la propia definición de horror cósmico sobrepasa a su creador, sencillamente porque no tenía el talento literario suficiente como para perfilarla en toda su monstruosa grandeza.

Sí, ya sé. La tráquea. Dénme un segundo, que explico y, tal vez, salvo la vida.

Permítanme una convención arbitraria, para entendernos. Separemos (muy groseramente) “narrativo” de “literario”. Ya verán a dónde vamos.

Lovecraft es un genio narrativo. Nos propone escenarios, atmósferas y sus personajes discurren por la historia cubriendo cada rincón con su mirada aterrada. Pero una vez que cerramos el libro, nos quedan imágenes de tentáculos, tejados holandeses y túneles de piedra y ladrillo. Debemos hacer un esfuerzo propio, interno y muy bien dirigido para horrorizarnos ante la idea de que esas potencias siderales trasciendas el clima de serie B con que Howard nos envolvió por unas deliciosas horas.

Porque Lovecraft era un narrador. Un contador de historias. De esas que van de la A  a la Z. Debía hacerlo si quería vender sus relatos, no lo discutimos. Pero sus intentos más abstractos -más “literarios” si se quiere- orbitan por una frontera más cercana a la poesía y, convengamos, no han envejecido muy bien.

Lovecraft no sabía crear subtexto. Sabía que estaba allí, eso es indudable, pero no podía capturarlo en ese leit motiv deliciosamente sugerido que tiene la obra de Algernon Blackwood o Arthur Machen. De esa incapacidad para reflejar con precisión lo inaprehensible surge, estoy casi seguro, su patológica proliferación de adjetivos.

De allí que tantos imitadores pongan tres tentáculos, un amuleto y mil adverbios para sentir que escriben como el genio de Providence. No es suficiente, pero tampoco el colectivo los deja muy lejos de la fiesta… siempre groseramente hablando.

En cambio, quien quiera imitar el efecto, no narrativo sino literario de El Gran Dios Pan o El Wendigo, está cocido. Son relatos que angustian y plantan una semilla de inquietud e incertidumbre que ya no se va. Es un sentimiento nuevo, no una trama que se olvida y desdibuja con el tiempo. Y ya sabemos lo jodidos que son los sentimientos.

Ese es el verdadero horror cósmico de Lovecraft. No el que realizó, pero sin dudas el que soñaba y el que hubiera deseado escribir, de haber tenido los medios para hacerlo.

No pudo, pero hizo otras cosas. Redefinir la literatura de terror del siglo XX y XXI, por ejemplo. Casi nada.

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Cristian Cano, escrito de Biología Negra
Cristian Cano, escrito de Biología Negra

VAMOS AL PUNTO, MOSTRO

La Biología Negra, el relato largo/ novela corta de Cristian Cano es una obra literaria. Tiene su narrativa (siempre de acuerdo a los términos que definimos más arriba, claro), pero todo está configurado de manera que lo que importe no esté ni en una cosa ni en la otra.

Toma elementos de Lovecraft, sin dudas. Pero aggiorna el escenario y nos fragmenta la visión de lo que está ocurriendo. Es un facetado ojo de insecto que nos da simultaneidad y mareo como parte esencial del relato. No es un recurso barato: Cristian establece las reglas desde el comienzo y se ha asegurado de que todo funcione.

En algún punto, La Biología Negra roza el body horror, pero lo hace como parte del desarrollo, y esto es muy importante. La acción fluye, dolorosa, como los personajes. Todo en ritmo y sincronizado.

Esta cosa es una pieza de relojería.

Comentar la trama puede ser fatal, pero lo intentaremos.

Al pie de un volcán en el sur argentino, años ha algo cayó del cielo y ocasionó el derrumbe de una mina. Ese “algo” es el punto de partida, pero no el punto inicial. La historia que Cristian nos cuenta pasa más por las personas que por los hechos y “eso” que cayó es el centro desde donde irradian todas las miradas que nos dan pantallazos sueltos de una realidad mayor, que nos supera y nos amenaza.

La humanidad de los personajes es el contrapunto indispensable para dimensionar el nivel de monstruosidad al que estamos asistiendo.

Con imágenes potentes, una seguidilla anárquica de hechos vertiginosos y un torbellino de emociones, La Biología Negra nos echa en cara nuestra propia humanidad y cómo, no importa si ante una guerra nuclear, una contaminación alienígena o una estúpida pelea familiar, nos las arreglamos para autoboicotearnos.

El abismo está tanto fuera como dentro, y en el encuentro entre ambos se produce la monstruosidad, que Cristian sabe retratar con escenas truculentas y completamente extrañas. La vida cotidiana y anodina de una familia y su comunidad va erosionándose en un avance implacable hacia una violenta transformación.

Pero, luego de esa transformación… ¿valdrá la pena seguir contando la historia en términos humanos? ¿La historia será demasiado grande, o la humanidad demasiado pequeña?

Leer La Biología Negra con atención, desmenuzando la historia (y no devorando páginas con esa infantil actitud de “y qué pasa después” en la que caemos con tanta facilidad) deja un sabor amargo. Nos hace pararnos ante el concepto mismo de inmensidad y encogernos para buscar refugio en nuestras emociones más validadas: el amor, el coraje, la racionalidad.

Y, si tenemos hijos, nos hace sentir la necesidad de abrazarlos. Sí, ya sé, el impulso más primitivo del mundo cuando algo que queremos está en peligro.

Y nadie hace eso si no está, aunque lo niegue, horrorizado.

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