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Factor Rhesus: el vampiro escribe su historia I

Cada género tiene predilección por hablar de ciertos temas, como el vampiro. La época manda y las ficciones siempre aluden a la realidad; la comunión artística sería imposible si hasta las más deformes fantasías no estuvieran ancladas a la rutina trágica que todos compartimos, esa que nos deja tragando techo por la noche y nos asusta (nos asusta de verdad) en los ratos en que el trabajo, la escuela o la familia nos dejan libres. Como criaturas que nos chupan la vitalidad para mantenerse saludables mientras nos hacemos débiles y envejecemos.

En fin, a alguien hay que echarle la culpa.

Vampiro: SANGRE, SUDOR Y TINTA

Vampiros

¿Por dónde empezar a la hora de hablar de vampiros? Todos sabemos, más o menos, de qué estamos hablando: criaturas medio humanas, al menos en apariencia, que revelan su verdadera naturaleza cuando la víctima ha bajado la guardia y ya es demasiado tarde para salvar su vida –o su misma condición humana, que es el nudo filosófico del concepto-. Pero si nos centramos en la literatura, la cosa tuvo un comienzo que no nos permitía adivinar que llegaríamos al estado actual de las cosas. Tendremos que hacer, obligadamente, un poco de historia.

Un punto de partida aceptado (y aceptable) es la obra –novela corta, cuento largo o nouvelle– El Vampiro (1819), de John William Polidori, quien era en ese momento el secretario de Lord Byron. El Vampiro fue escrito en el mismo tiempo y lugar que el Frankenstein de Mary Shelley: Polidori, Mary Shelley, Lord Byron y Percy Shelley compartieron las habitaciones de Villa Diodati entre el 16 y el 19 de junio de 1816. El ocio y el morbo compartido les llevaron a desafiarse a escribir, durante esos días, una historia macabra cada uno. Para Polidori (dicen) ésta fue la excusa ideal para dar salida al enorme rencor que sentía hacia Byron, en quien se inspiró para dar forma a su detestable criatura inaugural. Sobreviviente más o menos anecdótico en la historia del chupasangre literario, fue redondamente opacado por el monstruo resurrecto de Mary Shelley y quizás sólo salvado del olvido debido a que el vampiro como concepto existía desde mucho antes de la historia de Polidori, y fue retomado por autores de alta cilindrada una y otra vez a lo largo de la historia, mientras que el monstruo de Frankenstein, original y único, sólo podía ser comparado consigo mismo (menciones aparte a quienes ven puntos comunes con el Herbert West, Reanimador, de H. P. Lovecraft) y criticado por la calidad con que sus múltiples versiones, sobre todo cinematográficas, remiten o traicionan al original.

Polidori fue el origen del vampiro romántico. Claro que, a esas alturas, el romanticismo no tenía las connotaciones obvias, cursis 

y heteropatriarcales que tiene hoy en día. Para eso habrá que esperar ciento y pico de años, ríos de tinta y otros demonios subliminales que vinieran a tomar la posta del goce estético per se, desviando el morbo del personaje hacia el lector.

(Como nota al pie, el escritor argentino Federico Andahazi escribiría un magnífico libro, Las Piadosas (1998), en donde noveliza los hipotéticos hechos ocurridos durante la redacción de El Vampiro. Una trilliza deforme y parasitaria que vive en los subsuelos y que sólo puede alimentarse de semen, provisto por sus dos hermosas hermanas, será el elemento disparador de la trama. Polidori, Byron, la historia y la literatura misma serán los magníficos ingredientes que redondearán esta historia casi perfecta).

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VINO ANDRÉS

El siguiente hito lo encontramos en Carmilla (1872) de Joseph Sheridan Le Fanu. Esta vez, el vampiro aparece cargado de cosas dichas a medias y alusiones más o menos eróticas, encarnadas en una protagonista femenina que se ve acosada/ seducida por una vampiresa, con toda probabilidad inspirada en la truculenta historia real de Elizabeth (o Erzsébeth) Bathóry (1560- 1614), la condesa sangrienta, quien también serviría de referencia a Bram Stoker para construir su Drácula.

Hay que ponerse en contexto: en el siglo diecinueve, la sexualidad era cosa privada, y no hablemos de aquellos que vivían su intimidad de forma diferente. En el caso puntual de Carmilla, la relación mujer- sangre- mujer era bastante obvia… tanto como ahora. En tiempos donde mostrar un tobillo era indecente, una mujer mordisqueándole el cuello a otra era como para que cualquier señorita de bien se pusiera verde y cualquier caballero se encerrara en la letrina un rato más de lo necesario.

SEGUÍ, SEGUÍ QUE YO TE AVISO

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Es necesario señalar que, tanto El Vampiro como Carmilla, son obras que no han envejecido bien. Despojados de su novedad y de la efectividad de sus respectivas cargas subliminales, hoy en día el estilo se hace pesado, la historia, previsible y los personajes, planos. No ocurre lo mismo con la que sería el punto y aparte en la historia del vampiro literario, el inmortal Drácula (1897) del irlandés Bram Stoker.

Ya promediando el siglo diecinueve, la revolución industrial pedía cambios en todos los ámbitos. El hombre de mundo se abría paso por el ídem y las nuevas teorías sacudían poco a poco los cimientos de lo intocable. Drácula llega en ese momento, cargado de erotismo, no así de romanticismo. Ni el romanticismo de antes, ni mucho menos el de ahora.

Sabido es que, para la medicina de la época, los fluidos vitales¸ eran cura y causa de todos los males. La dura moralina de la Inglaterra victoriana comparaba la pérdida de semen con la pérdida de sangre, al punto de que innumerables medidas sanitarias giraban alrededor de este concepto. Proliferan sangrías, ventosas, tratamientos con sanguijuelas y la sospecha de que en la sangre hay cosas que juegan papeles definitivos en la vida, la salud y la muerte. El autoerotismo era señalado como causa de ceguera, taras, locura, anemia… en el caso de los hombres. En el caso de las mujeres, era un pasaporte moral al infierno, sin pasar por aduana. Por no mencionar el fortísimo concepto de herencia, presente desde siempre, ya sea en el simple orgullo familiar como en el de la transmisión del honor y la nobleza. En ese escenario nuestro conde, que obliga a su víctima femenina a beber de su sangre, o sus vampiresas, que se hacen un fondo blanco con el protagonista hasta el punto de dejarle el pelo blanco son, para la época, casi porno duro. Y todo esto sin haberse invitado ni un café; es decir, sin amor. Todo en el Drácula de Stoker es sensualidad, es decir, 

regodeo de los sentidos. Y hay un marcado contraste entre el vampiro y el humano. Mientras el humano goza y sufre castamente en el plano mental, espiritual y emocional, el vampiro se ve dominado por las texturas de la piel, el aroma de la víctima, el sabor de la sangre, la excitación de la caza. Que no es un detalle menor, ya que es en el amor no carnal (no sensual) donde el vampiro encontrará, ya en nuestros días, la llave de su transformación y, quizás, de su fin.

El formato epistolar que utiliza Stoker es el acierto mayúsculo de la obra. Si se compara ésta con el resto de su trabajo, parece escrita por un narrador infinitamente más hábil. Obras como La Guarida del Gusano Blanco nos muestran un Stoker a miles de kilómetros del innovador salvaje que escribió Drácula. Es quizás a esta decisión técnica que Drácula ha sobrevivido hasta nuestros días, digerible, jugoso y oscuro.

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La aparición del cine cambió todo. Desde la primera Nosferatu (1922), de Murnau (y sus famosas disputas con la viuda de Stoker, que no quería aflojar los derechos de Drácula para hacer la primera versión cinematográfica), pasando por Bela Lugosi y, ya en los sesenta, las películas de la Hammer con Christopher Lee y sus chicas en camisones de gasa, el vampiro vivió un manoseo interesante, que convirtió al monstruo gótico sin alma en un maniquí kischt en cuenta regresiva hacia el ridículo.

Mientras tanto, la literatura jugaba con la idea cada tanto, lo justo como para que no desapareciera, pero no tanto como para que volviera a resultar amenazante.

Mientras los no-muertos desfilaban por las pantallas en versiones simplificadas para el entretenimiento, hubo una obra de 1954 que planteó un giro importante en el enfoque: Hablamos de 

Soy Leyenda, de Richard Matheson. Hoy replanteada (y destruida) por la “adaptación” que tiene a Will Smith como protagonista, poco queda de la versión original, que tuvo también dos adaptaciones anteriores al cine: Last Man on Earth (1964), protagonizada por Vincent Price y The Omega Man (1971), con Charlton Heston en el papel principal.

La pequeña novela de Matheson cuenta la historia del último humano en un mundo post apocalíptico dominado por vampiros. Claro que Matheson es un escritor de conceptos, más que de tramas o aventuras redondas pensadas para un público aburrido de la oficina. La tesis de Soy Leyenda es eminentemente humana y literaria. Nos incita a reflexionar sobre qué es realmente un monstruo, para casi concluir que la normalidad es una mera cuestión de número. En un mundo mayoritariamente habitado por vampiros, un humano es, por definición, una aberración. El mal, bah.

Fue quizás la primera reflexión existencialista del mito, una obra de posguerra donde la diferencia y la monstruosidad eran sinónimos, siameses nacidos de la radiación de Hiroshima que conspiraban en las oscuridades de la Guerra Fría. La obra de Matheson quizás quede un poco al margen del tronco principal en la construcción del corpus vampírico. Al igual que Bradbury en muchos casos, Matheson se interesa en alegorías, parábolas o extrapolaciones para las que el tema es un vehículo (nunca una excusa), pero siempre resulta un tanto aséptico… lo que no cuadra del todo con un personaje que, por definición, salpica.

Hubo que esperar hasta 1975 para que, cómo no, Esteban Rey (Stephen King, oiga) pusiera las cosas en su lugar.

Salem’s Lot cuenta la historia de un escritor que, luego de enviudar trágicamente, regresa a un pueblito de Maine donde pasó un verano inolvidable en casa de su tía, cuando era niño. Hasta ahí el spoiler. King retoma la idea original del vampiro sin alma, pero soberbio y astuto. Un ser que sabe ocultarse, que no se rebaja a dar batallas espectaculares sino que envía a sus vasallos sin mente a allanarle el camino hacia la victoria. Barlow (tal el nombre del vampiro de King) nunca nos dice qué es ni de dónde viene. Tranquilamente podríamos pensar que se trata del mismo Drácula, remasterizado. King lo sabe, y se tira unos guiños a la novela de Stoker, como para amenizar la matanza. Y la verdad es que funciona. Es el primer (y uno de los pocos) libros de terror del siglo veinte que toman el vampiro y lo colocan en su lugar de agente del mal, sin pole dance freudiano ni efectos baratos. Hay aquí, como en Drácula, una historia humana de amor que contrasta con el universo invasivo y malévolo del monstruo. Dejando de lado que el punto flaco de King son las escenas románticas, donde todo se ve armado y poco natural, cuando no cursi, la novela es, quizás, una de sus mejores novelas en particular y una de las mejores obras de terror con vampiros en el reparto en general. Tuvo –cómo no- adaptaciones televisivas que no le hicieron justicia, pero es algo a lo que King nos tiene más que acostumbrados, aunque él mismo sea quien escribe los guiones. Nadie puede hacerlo todo bien.

Vampiro

 

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Factor Rhesus: los vampiros escriben su historia II

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